Balnearios y curas de reposo: cuando la salud se recuperaba recluyéndote en las montañas

En la novela 'La montaña mágica' de Thomas Mann, Hans Castorp, el protagonista de la obra, hace una distinción constante entre 'los de allí abajo' (las personas sanas que viven su cotidianeidad en un mundo normal, regido por normas) y 'los de aquí arriba', aquellas personas que, como él, aquejadas de tuberculosis y otras enfermedades respiratorias, tienen que vivir en el sanatorio de Davos en las montañas, donde tratan de mejorar mediante una cura basada en el reposo.

 

El clima fresco de las montañas y la vida contemplativa (la mayor parte del tiempo los protagonistas no hacen otra cosa que comer copiosamente o descansar tumbados en una hamaca, mirando la nieve) es todo lo que tienen en ese sucedáneo de vida real, en el que dudan hasta de su futura existencia.

Descansar con el clima de las montañas

El autor alemán se basó para escribir la obra en su propia vida. La idea surgió a partir de una visita a su mujer Katia, que se encontraba hospitalizada en el Sanatorio Wald de Davos: "Me visitó en Davos, y su llegada fue, sin duda, similar a la de Hans Castorp", diría su esposa en una carta. Como al protagonista, el doctor del sanatorio le sugirió a Mann que también se quedara un tiempo reposando en Davos, pero este se negó. Al menos la visita le sirvió para dar forma a algunos de los personajes de su libro, a los que solo tuvo que cambiar el nombre.

No hay que trasladarse a los Alpes Suizos para recrear con la memoria esa época en la que la enfermedad favorita de los artistas obligaba a recluirse en sanatorios. Como cuenta Cecilia Ruiloba Quecedo en 'Arquitectura sanitaria: sanatorios de tuberculosos', la preocupación por la tuberculosis en nuestro país se remonta a 1751, cuando el Rey Fernando VI mandó crear en el Hospital de la Venerable Orden Tercera una sala independiente destinada a enfermos tísicos.

Otro ejemplo que a día de hoy tan solo es un edificio abandonado es el del Preventorio de las aguas de Busot en Alicante, que sirvió como balneario y posterior hospital para niños tuberculosos durante la Guerra Civil. Y en 1942, el doctor Benítez Franco programó un 'Plan de Construcciones de Lucha contra la tuberculosis': "una red de sanatorios distribuidos por España con el fin de diagnosticar precozmente la enfermedad y disminuir el contagio".

 

Estos hospitales/balnearios recluidos en las montañas, pese a su envidiable localización, también eran lugares inexpugnables que, en muchas ocasiones, quedaron a mitad en el proceso de construcción, abandonados debido a la dificultad del terreno. Alejarse del mundanal ruido era fundamental, no solo para prevenir la enfermedad y disminuir el contagio, también para garantizar la curación en el aire limpio de las montañas.

"Un aspecto, ahora muchas veces obviado, es el de la importancia de las vistas desde las habitaciones de los pacientes ingresados, aspecto esencial en los sanatorios, donde los pacientes experimentaban ingresos de meses, años..." explica Cecilia en su investigación. Para aquellos que se encontraban 'allí arriba', la reclusión en habitaciones que daban a bosques, jardines y montañas se convierte (según narra Mann) en algo así como unas largas vacaciones donde no hay nada más que cumplir con la rutina diaria de comer, ponerse el termómetro y descansar. ¿Hay esperanza de curarse de una enfermedad que parecía incurable? Probablemente no. Por eso aprovechan para vivir lo que les queda de vida en ese extraño limbo, ahí arriba, alejados de todos los "normales".

Aguas y descanso

Pero el reposo y el balneario tan típicos del siglo XIX no fueron concebidos exclusivamente para los tuberculosos. Tremendos fueron los tratamientos conocidos como 'curas de reposo', ideados por el doctor Silas Weir Mitchell a finales del siglo XIX y pensados para las mujeres aquejadas con problemas de histeria.

Al contrario que las vacaciones de Hans Castorp y compañía, aquí hablamos de una auténtica tortura en vida: el doctor lo describía como una combinación de descanso total, alimentación copiosa y 'ejercicio pasivo' que se traduce en masajes y electroestimulación. Durante dos meses, la paciente permanecía tumbada boca arriba (a veces ni siquiera podía levantarse para ir al baño) y no se le permitía hacer nada que pudiera influir en sus nervios. Tampoco leer o escribir.

Las revisiones sistemáticas posteriores que se han hecho de las pacientes a las que se sometió a este tormento han demostrado que no sirvió para nada. A pesar de ello, el doctor Mitchell aseguraba que al quinto o sexto día del tratamiento las mujeres se volvían 'dóciles', no resistían a la monotonía impuesta y se producían grandes avances en su carácter.

Mitchell fue también médico de la escritora Charlote Perkins Gilman, y la cura de descanso le sirvió para que ella concibiera 'The Yellow Wallpaper', cuento corto escrito tras un severo ataque de psicosis postparto, en el que narra la historia de una mujer que se vuelve loca tras ser sometida a una cura de reposo. Se considera una de las primeras obras de carácter feminista.

Bastante más agradable fue aquello de 'darse las aguas', otra práctica especialmente popular durante la Belle Époque. Algunos libros también tratan a fondo este procedimiento, como 'Anna Karenina', donde el personaje de la joven Kitty, tras sufrir un colapso nervioso por culpa de un mal de amores, pasa una temporada en una estación termal. También se sumergen en ello 'En el Balneario' de Herman Hesse (el autor se basa en su propia experiencia, en Baden, en la Selva Negra) o varias obras de Stefan Zweig. Si bien es cierto que las aguas termales han formado parte de la historia del ser humano durante miles de años: desde los romanos a los clásicos baños japoneses, en el siglo XIX, como sucedió con los sanatorios de tuberculosos de Thomas Mann, adquirieron gran relevancia.

Llevados quizá por una ola de romanticismo, en Europa se produjo un desarrollo sin precedentes de estaciones termales que, en un principio, se construían en las inmediaciones o el interior de las grandes ciudades. La extensión de enlaces ferroviarios llevó a que las estaciones que se habían considerado 'aisladas' pudieran a ser accesibles para todo el mundo. Saboya, Bains-les-Bains, Vittel, Aix-les-Bains... lugares en los que escritores, personalidades políticas o artistas se reunían para 'darse las aguas'. En la cadena pirenaica llegaron a desarrollarse hasta 31 estaciones termales. En 1912, se estimó que llegaron a existir hasta 110 en Francia.

Lo cierto es que, aunque algunos médicos promovían la importancia de los baños termales, también surgió una corriente más escéptica que reprochaba la ausencia de bases científicas reconocidas al termalismo, las indicaciones terapéuticas imprecisas y los resultados poco claros. Se debía esto principalmente a que en un primer momento había cierta ambigüedad en cuanto a los tratamientos, que parecían abarcar cualquier dolencia.

Con el paso del tiempo las estaciones termales fueron especializándose y cada una de ellas se dedicaba a tratar una enfermedad concreta: metabólicas, digestivas, anémicas, respiratorias, dermatológicas... al final se trató de una competencia patriótica entre distintos países que intentaban sobresalir, como Francia y Alemania, que luchaban por demostrar que sus aguas eran las mejores con el fin de incentivar su turismo.

En el siglo XX, el ser humano se dio cuenta de que la mente puede dejar de funcionar bien, y que eso repercute en el cuerpo, anclada como está a él. Que es un arma poderosa y, por tanto, hay que cuidarla. Las medidas higienistas y la aparición del ocio como concepto también contribuyeron a que surgieran estos curiosos tratamientos médicos, pensados en el descanso completo del cuerpo y el alma. Hesse menciona en las páginas de 'En el balneario' su frustración por tener que hablar de banalidades durante su estancia en Baden con auténticos desconocidos. Pero, como le sucede a Hans Castorp, al final establece unas relaciones peculiares con aquellos individuos aquejados de dolencias y males, como él.

 

Finalmente, todas estas prácticas fueron cayendo en desuso en un mundo paradójico donde los grandes problemas actuales son (como se nos repite constantemente) el estrés y la depresión. Dolencias que no han cambiado tanto y que quizá en otro tiempo podrían haberse tratado con una cura de reposo, observando las montañas o dándose las aguas en un balneario en la Selva Negra. Lugares gregarios donde proliferaban conversaciones banales entremezcladas con temas filosóficos y cuestiones literarias, y donde las personas podían meditar todo el tiempo que quisieran sobre la vida y, sobre todo, sobre la muerte.

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